viernes, 29 de julio de 2011

Los 60

A mediados de la década de los 60 irrumpió de modo paulatino la bonanza turística en España. Pueblos diminutos entonces como Salou –con unos 400 pescadores y 4 barcas en la playa– contemplaban, boquiabiertos, a ciudadanos nórdicos que estaban dispuestos a embelesarse con productos nunca vistos asombrosos, como alpargatas o jamón ibérico, gazpacho o tortilla de patatas, pasajes en ferrocarriles de vía estrecha que atravesaban olivares antes de arrancarlos para cederlos a grandes petroleras. Entre los recién llegados figuraban también algunos españoles de bien a los que mi padre –médico rural de Vilaseca y Salou– no se cansaba de pedirles que intercedieran a favor de su hijo Eduardo, que llevaba ocho años exiliado en Londres, condenado como prófugo a un buque de tercera clase.
¿El delito cometido? Nada heroico ni insólito: haber ayudado en la preparación de un homenaje que nunca llegó a celebrarse a un científico exiliado. Uno de aquellos hombres de bien consintió hablar con el entonces ministro de Marina, Nieto Antúnez, que prometió arreglarle los papeles a Eduardo con una sola condición: que cumpliera con el año de servicio militar que le faltaba tras su degradación de teniente de complemento a cabo segundo, al no haberse presentado al primer requerimiento judicial.
Un joven Eduard Punset presenta, en 1964, un motor Diésel británico para un programa del Servicio Español de la BBC (imagen: BBC).
Abandoné la corbata y el chaleco de ayudante de programación en los servicios exteriores de la BBC de Londres, que había desempeñado durante cinco años, para recoger mi pasaporte militar en Cartagena y trasladarme luego al Ministerio de Marina, en plena plaza de Cibeles en Madrid. Todo estaba fabulosamente bien, salvo que tenía una familia –con mujer y dos hijas entonces– que comía todos los días. Eché mano de un profesor amigo que había publicado mi tesis. “Hablaré con Alberto Oliart, que acaban de nombrarlo consejero delegado de Renfe”, me dijo sin dudarlo.
Cuarenta y cinco años después recuerdo perfectamente las dos preguntas sin respuesta que le hice a Oliart en nuestra primera conversación: “Yo sé algo de economía monetaria, pero no sé nada de trenes”, le dije, al darme él a entender que ya contaba con gente para conducir los trenes; lo que a él le interesaba era lo que ahora llamamos “aprendizaje asociativo”; es decir, que no hay innovación posible sin multidisciplinariedad o aprendizaje asociativo.
La segunda pregunta fue la siguiente: “¿Es usted consciente de que he sido un exiliado político durante ocho años y miembro del Partido Comunista?”. Claro que le podía crear complicaciones dar trabajo en 1966 a un joven de ese perfil; pero Oliart no tenía ni tiene fronteras ideológicas ni políticas ni de cualquier otro tipo. Lo que tenía hace 45 años y sigue teniendo ahora es algo que me cautivó desde el primer día: el sentido del Estado, el pensamiento subyacente de que su conducta no ha tenido otro móvil más que este. Bastó para reconciliar a un desconocido como yo, que procedía de un pueblo perdido en la montaña, con el sector público; lo normal era una relación desaborida entre ambos.
Por las mañanas pude ayudarlo a canalizar dinero del Banco Mundial; por las tardes, después de cambiar –ante el asombro de la cerillera de turno en los urinarios situados delante del Ministerio de Marina– el traje de ejecutivo de Renfe por el de cabo segundo de Infantería de Marina, pude, gracias a él, concluir mi servicio militar.