lunes, 18 de abril de 2011

La alegría de una llegada

La alegría de una llegada

Carta semanal del Arzobispo de Tarragona
para el domingo 17 de abril de 2011

Los evangelistas, al narrar la vida de Jesús, parece que hagan la crónica de un viajante. Jesús no permanecía mucho tiempo en un mismo lugar, como si se diera prisa por anunciar su mensaje divino a todas las gentes de Palestina. Se le ve andando de un lado para otro: acude a Caná de Galilea, a Cafarnaún y las ciudades del lago, visita con cierta frecuencia a una familia amiga de Betania, vuelve a Nazaret, cruza de Galilea a Judea deteniéndose en un pozo de Samaria… incluso resucitado hace camino hacia Emaús.

En el Domingo de Ramos celebramos uno de sus recorridos, el más impresionante: cuando acude a Jerusalén, como otras veces en la Pascua judía, pero en esta ocasión para morir en esa ciudad cumpliendo así el designio salvador del Padre eterno.

Jerusalén era una gran ciudad del imperio romano. Los historiadores deducen que podía tener unos 100.000 habitantes, aunque con la llegada de peregrinos por la Pascua podía alcanzar los 300.000. Sus majestuosos palacios se erguían sobre la colina; pero, por encima de todos, el gran Templo proyectado por Herodes el Grande, que en aquel tiempo estaba en obras, aunque muy avanzadas.

Fijémonos en la escena de esta última entrada de Jesús en la ciudad que tanto amaba, sobre la que había llorado pensando en su futuro. Benedicto XVI nos dice: “No llega en una suntuosa carroza, ni a caballo, como los grandes del mundo, sino en un asno prestado”. Un asno, la humilde cabalgadura de los labriegos, pero era el modo en que cumpliría la vieja profecía de Zacarías: “No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado sobre un pollino de asna” (Za 9,9).

El reino de Cristo —dice también Zacarías— es de paz que “se extiende de mar a mar”. Es una forma de decir que es un reinado universal, pero a nosotros, vecinos del Mediterráneo, nos puede servir estos días para pedir al Señor por la paz de los países que baña este mar, tan alterados en los últimos tiempos por circunstancias bélicas.

Son días de oración y de alegría. Fijémonos con qué júbilo recuerda la Iglesia el Salmo 24: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey de la gloria”. Y el pueblo, como haciéndose eco de este llamamiento al júbilo exclama, con letra del salmo 121: ¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!

Podría objetarse: ¿A qué viene celebrar con tanta alegría la entrada de Jesús en Jerusalén, como si no supiéramos qué pasó a continuación? Es cierto, lo sabemos: fue crucificado y padeció hasta la muerte; pero la historia no termina aquí: al tercer día resucitó y, gracias a su entrega, todos fuimos redimidos. El amor venció a la muerte. Por eso el Domingo de Ramos es un día de gran alegría que todos hemos vivido desde pequeños cuando, acompañados por nuestros padres, llevábamos también palmas en la mano, como si quisiéramos unirnos a aquella primera procesión.

Hoy podemos hacer el propósito de vivir muy cerca de Cristo esta Semana Santa. No será una más. El amor nunca es repetitivo.

† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y Primado

Mn. Manel

Escrito por Ecclesia Digital   
lunes, 18 de abril de 2011
Nota del Arzobispado de Barcelona
A raíz de unas manifestaciones públicas de Mn. Manuel Pousa i Engroñat contenidas en un libro sobre su persona, el Sr. Cardenal Arzobispo, Dr. Lluís Martínez Sistach, el 16 de marzo de 2011 designó como delegado episcopal al Rvdo. Mn. Xavier Bastida Canal, vicario judicial emérito del Arzobispado, y a dos asesores, el Rvdo. Mn. Joan Benito Tolsau, vicario judicial del Arzobispado, y el Rvdo. Mn. Ramon Batlle Tomás, miembro del Tribunal Eclesiástico del Arzobispado, para realizar un procedimiento administrativo establecido por el canon 1341 del Código de Derecho Canónico.
Dado que estos miembros han concluido con la debida certeza que, a tenor del canon 1329, dicho sacerdote no ha incurrido en la censura de excomunión latae sententiae establecida por el canon 1398, por no haber concurrido en la intención del delito y por no haber tenido complicidad principal en los abortos ya totalmente decididos y llevados a cabo por dos chicas en situación económica muy precaria. De acuerdo con las conclusiones de este procedimiento administrativo, y dado el escrito del secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 15 de octubre de 2009, en el que decía que “este Dicasterio, después de haber examinado las respuestas transmitidas, considera que el Rvdo. Pousa no parece haber incurrido en ninguna pena canónica”, el Sr. Cardenal ha comunicado al citado sacerdote que no ha incurrido en esa censura latae sententiae, y reitera a Mn. Pousa que el trabajo que hace al servicio de los más pobres y marginados de la sociedad lo realice siempre de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, con su doctrina social y respetando toda vida humana desde su concepción hasta la muerte natural.

Misa Crismal

Se trata de una celebración relacionada directamente con el Jueves Santo, pero que por razones prácticas -la posiblidad de que participen en ella todos cuantos más sacerdotes diocesanos posible, por su peculiar relación con la comunión del presbiterio diocesano- suele celebrarse en los días anteriores de la Semana Santa. Es la misa de la renovación de las promesas sacerdotales y de la bendición de los oleos sagrados que al termino de la misa los párrocos recojen para llevar a las parroquias, desde donde administrarlos para la recepción de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la unión de los enfermos.

La Misa Crismal que celebra el obispo con todos los presbíteros de la diócesis, es una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y como signo de la unión estrecha de los presbíteros con él. En ella se consagra el Santo Crisma y se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos.


El Santo Crisma, es decir el óleo perfumado que representa al mismo Espíritu Santo, nos es dado junto con sus carismas el día de nuestro bautizo y de nuestra confirmación y en la ordenación de los diáconos, sacerdotes y obispos.

La palabra crisma proviene de latín: chrisma, que significa unción. Así se llama ahora al aceite y bálsamo mezclados que el obispo consagra este Jueves Santo por la mañana para ungir a los nuevos bautizados y signar a los confirmados. También son ungidos los Obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación sacramental.

La liturgia cristiana ha aceptado el uso del Antiguo Testamento, en el que eran ungidos con el óleo de la consagración, los reyes, sacerdotes y profetas, ya que ellos prefiguraban a Cristo, cuyo nombre significa "el ungido del Señor". El crisma se hace con aceite y aromas o materia olorosa para significar "el buen olor de Cristo" que deben despedir los bautizados.

Con el óleo de los catecúmenos se extiende el efecto de los exorcismos, pues los bautizados se vigorizan, reciben la fuerza divina del Espíritu Santo, para que puedan renunciar al mal, antes de que renazcan de la fuente de la vida en el bautizo. Este aceite es un jugo untuoso de color verde amarillento que se extrae del olivo o de otras plantas.

El óleo de los enfermos, cuyo uso atestigua el apóstol Santiago, remedia las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, para que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal y conseguir el perdón de los pecados. El aceite simboliza el vigor y la fuerza del Espíritu Santo. Con este óleo el Espíritu Santo vivifica y transforma nuestra enfermedad y nuestra muerte en sacrificio salvador como el de Jesús.

Por lo general antes de comenzar la celebración de la Cena del Señor se reciben solemnemente estos Santo Óleos consagrados en la Misa Crismal celebrada en la mañana por el Obispo reunido con el presbiterio. En una procesión solemne los óleos son llevados en tres ánforas preciosas que se guardan en un lugar previamente destinado dentro de la Iglesia.

Refugio

De refugio en refugio: unas horas en la Buhardilla

    
Etiquetas: Guerra civilSacerdocio
El 9 de agosto de 1936, San Josemaría fue a alojarse en la casa de Manolo Sainz de los Terreros, que vivía en la calle Sagasta, 31 (años más tarde, Sagasta 33). Esa misma tarde se presentó también allí Juan Jiménez Vargas. La familia de Manolo se hallaba de vacaciones y éste vivía solo con Martina, una anciana sirvienta, sorda y calmosa. Los dos nuevos huéspedes hubieron de permanecer en absoluta clandestinidad, a todos los efectos, sin que supiesen nada de ellos los demás vecinos y menos aún el portero, responsable, ante el comité político de las casas, de la entrada o salida de residentes. Así, pues, habían de moverse con cautela y sigilo, para no levantar sospechas. Manolo o Martina hacían la compra, dejando entrever a terceros que aquella era comida para dos personas, aun cuando fuesen cuatro bocas a la hora del reparto. Manolo, hombre decidido e impetuoso, no era sujeto que se amilanase fácilmente; pero desde que a finales de julio se habían llevado a su hermano a la cárcel la casa estaba fichada. Por entonces los registros comenzaban a ser metódicos. A los dos días de vivir allí el Padre con Manolo, volvieron a presentarse los milicianos en otro de los pisos, donde anteriormente habían detenido al conde de Leyva.

En el piso de Sagasta vivía el Padre muy aislado, sin otra compañía que la de Juan, pues Manolo imponía a los huéspedes su decisión de mantener a toda costa el incógnito, y no recibir visitas. Un día, suspendiendo tan excesiva reserva, Manolo les presentó a dos refugiados del piso de abajo, pero sin revelar a éstos el carácter sacerdotal de don Josemaría. Aunque no fue necesario que lo hiciese. Vista la familiaridad con que don Josemaría trataba los temas religiosos, le identificaron prontamente, que es lo que el sacerdote pretendía, por si necesitaban de su ministerio. Uno de ellos —Pedro Mª Rivas, abogado madrileño entonces, y más tarde, religioso— refiere que «se le veía en aquellos días de la guerra con gran paciencia y mucha paz de espíritu».

Gustaban los visitantes de la conversación de don Josemaría, por lo que frecuentemente subían al piso de Manolo a charlar con él. En caso de alarma los huéspedes tenían muy ensayados los pasos a dar. En cuanto se oía un timbrazo a la puerta los refugiados se retiraban hacia la escalera de servicio. Mientras tanto, Martina se preparaba a abrir, cachazudamente, sin prisas. Valiéndose de su sordera, retenía a los visitantes, sin dejar a nadie pasar de la puerta. Si era gente de peligro, la señal convenida era levantar mucho la voz, de manera que los visitantes se identificaran, dando tiempo a los huéspedes para ganar la escalera de servicio y subir a las buhardillas.

El 28 de agosto Manolo trajo a casa un primo suyo, llamado Juan Manuel. El domingo, día 30, le pusieron, por la mañana, al corriente de las precauciones tomadas en caso de registro. Hicieron un ensayo, sin prever cuán oportuno resultaría. Pocas horas más tarde, cuando estaba Manolo fuera de casa y Martina preparando la comida, se oyeron grandes voces por la escalera, y a poco sonó el timbre. Se retiraron cautelosamente los tres —el Padre, Juan y Juan Manuel— hacia la escalera de servicio mientras Martina, con calma, se dirigía a la puerta. Los milicianos intentaban entrar diciendo que iban a hacer un registro, y Martina los retenía gritando, muy en su papel de sorda: — «Aquí no hay nadie. Soy sorda. No oigo nada».
Buhardilla donde estuvo san Josemaría unas horas en agosto de 1936
Buhardilla donde estuvo san Josemaría unas horas en agosto de 1936

Por la escalera de servicio subieron los tres a las buhardillas y entraron en la primera que hallaron abierta. Aquello era un espacio reducido que hacía de desván y carbonera. Andaban agachados porque la altura no daba para tenerse de pie. A primeras horas de la tarde el calor se hacía asfixiante. Sentados entre polvo, telarañas y carbonilla, se mantenían inmóviles en espera del desenlace. Cualquier ruido podía delatarles y, si eran descubiertos, lo más probable era que los fusilasen. Varias horas llevaban de espera, cuando oyeron que estaban ya registrando en el piso inmediatamente debajo de la buhardilla. El Padre, en la duda de si Juan Manuel, que llevaba escasamente dos días con ellos, se había enterado o no de que era un sacerdote, le dijo: — Soy sacerdote. Y luego, dirigiéndose a ambos, a Juan y a Juan Manuel: — Estamos en momentos difíciles, si queréis, haced un acto de contrición y yo os doy la absolución.

Recibió Juan Manuel la absolución. Instante que dominó todos sus recuerdos de aquella época: — «No he podido olvidar mi encuentro con don Josemaría —confiesa—, ya que todos pensamos que eran los últimos momentos de nuestra vida [...]. Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo».

Apenas recibida la absolución, preguntaba Juan al Padre:
—Y si nos cogen, ¿qué ocurrirá?
—Pues, hijo mío, que nos vamos derechos al Cielo.

(Aquí, en sus memorias, hace Juan una importante digresión sobre la imprecisa cualidad de su miedo, aclarando que no era, específicamente, el temor a ser fusilado, sino que experimentaba una sensación incierta, que no le robaba la paz. «Con el Padre allí estaba seguro de que no había nada que temer, y para contribuir al ambiente de seguridad —nos explica— a las tres de la tarde me dormí un rato»).

Mientras, entregado a tan altruistas propósitos, dormía a pierna suelta, los milicianos registraban concienzudamente la casa: de arriba abajo y de abajo a arriba. Tan a fondo, que no tuvieron tiempo de llegar a las últimas buhardillas. Hacia las nueve de la noche cesaron, por fin, los ruidos. Cautelosamente bajaron los tres por la escalera y llamaron a la puerta de servicio del cuarto piso, izquierda, casa de los condes de Leyva. Les abrieron. Venían sudorosos, sedientos y tiznados de polvo y carbonilla. Pidieron un vaso de agua. Allí les contaron que Manolo había vuelto a casa en pleno registro y se lo habían llevado detenido, cerrando el piso con llave.

Les ofrecieron unas camisas del conde, que estaba en la cárcel, mientras les lavaban las suyas. Generosamente les invitaron a quedarse en el piso, pues era de esperar que por un tiempo no hubiera nuevos registros. Se equivocaron. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, ya estaban de nuevo los milicianos sobre la pista, continuando meticulosamente el suspendido registro de la víspera. Entraron en el piso de al lado, el cuarto derecha, y en el de abajo. «A ratos —cuenta Mercedes, hija del conde de Leyva— pasábamos un miedo horroroso, pero el Padre —de todas formas— conservaba el buen humor, haciéndonos reír muchísimo, aunque pensaba mucho en los suyos». En una de esas ocasiones de peligro la condesa propuso rezar el Rosario. Rápidamente intervino el Padre: Lo llevaré yo, que soy sacerdote. En vista de la persistencia en los registros de aquella zona, se vieron obligados a cambiar de refugio.

Del Libro El Fundador del Opus Dei, tomo II, Madrid, 1999, cap. IX, 2