lunes, 18 de abril de 2011

Refugio

De refugio en refugio: unas horas en la Buhardilla

    
Etiquetas: Guerra civilSacerdocio
El 9 de agosto de 1936, San Josemaría fue a alojarse en la casa de Manolo Sainz de los Terreros, que vivía en la calle Sagasta, 31 (años más tarde, Sagasta 33). Esa misma tarde se presentó también allí Juan Jiménez Vargas. La familia de Manolo se hallaba de vacaciones y éste vivía solo con Martina, una anciana sirvienta, sorda y calmosa. Los dos nuevos huéspedes hubieron de permanecer en absoluta clandestinidad, a todos los efectos, sin que supiesen nada de ellos los demás vecinos y menos aún el portero, responsable, ante el comité político de las casas, de la entrada o salida de residentes. Así, pues, habían de moverse con cautela y sigilo, para no levantar sospechas. Manolo o Martina hacían la compra, dejando entrever a terceros que aquella era comida para dos personas, aun cuando fuesen cuatro bocas a la hora del reparto. Manolo, hombre decidido e impetuoso, no era sujeto que se amilanase fácilmente; pero desde que a finales de julio se habían llevado a su hermano a la cárcel la casa estaba fichada. Por entonces los registros comenzaban a ser metódicos. A los dos días de vivir allí el Padre con Manolo, volvieron a presentarse los milicianos en otro de los pisos, donde anteriormente habían detenido al conde de Leyva.

En el piso de Sagasta vivía el Padre muy aislado, sin otra compañía que la de Juan, pues Manolo imponía a los huéspedes su decisión de mantener a toda costa el incógnito, y no recibir visitas. Un día, suspendiendo tan excesiva reserva, Manolo les presentó a dos refugiados del piso de abajo, pero sin revelar a éstos el carácter sacerdotal de don Josemaría. Aunque no fue necesario que lo hiciese. Vista la familiaridad con que don Josemaría trataba los temas religiosos, le identificaron prontamente, que es lo que el sacerdote pretendía, por si necesitaban de su ministerio. Uno de ellos —Pedro Mª Rivas, abogado madrileño entonces, y más tarde, religioso— refiere que «se le veía en aquellos días de la guerra con gran paciencia y mucha paz de espíritu».

Gustaban los visitantes de la conversación de don Josemaría, por lo que frecuentemente subían al piso de Manolo a charlar con él. En caso de alarma los huéspedes tenían muy ensayados los pasos a dar. En cuanto se oía un timbrazo a la puerta los refugiados se retiraban hacia la escalera de servicio. Mientras tanto, Martina se preparaba a abrir, cachazudamente, sin prisas. Valiéndose de su sordera, retenía a los visitantes, sin dejar a nadie pasar de la puerta. Si era gente de peligro, la señal convenida era levantar mucho la voz, de manera que los visitantes se identificaran, dando tiempo a los huéspedes para ganar la escalera de servicio y subir a las buhardillas.

El 28 de agosto Manolo trajo a casa un primo suyo, llamado Juan Manuel. El domingo, día 30, le pusieron, por la mañana, al corriente de las precauciones tomadas en caso de registro. Hicieron un ensayo, sin prever cuán oportuno resultaría. Pocas horas más tarde, cuando estaba Manolo fuera de casa y Martina preparando la comida, se oyeron grandes voces por la escalera, y a poco sonó el timbre. Se retiraron cautelosamente los tres —el Padre, Juan y Juan Manuel— hacia la escalera de servicio mientras Martina, con calma, se dirigía a la puerta. Los milicianos intentaban entrar diciendo que iban a hacer un registro, y Martina los retenía gritando, muy en su papel de sorda: — «Aquí no hay nadie. Soy sorda. No oigo nada».
Buhardilla donde estuvo san Josemaría unas horas en agosto de 1936
Buhardilla donde estuvo san Josemaría unas horas en agosto de 1936

Por la escalera de servicio subieron los tres a las buhardillas y entraron en la primera que hallaron abierta. Aquello era un espacio reducido que hacía de desván y carbonera. Andaban agachados porque la altura no daba para tenerse de pie. A primeras horas de la tarde el calor se hacía asfixiante. Sentados entre polvo, telarañas y carbonilla, se mantenían inmóviles en espera del desenlace. Cualquier ruido podía delatarles y, si eran descubiertos, lo más probable era que los fusilasen. Varias horas llevaban de espera, cuando oyeron que estaban ya registrando en el piso inmediatamente debajo de la buhardilla. El Padre, en la duda de si Juan Manuel, que llevaba escasamente dos días con ellos, se había enterado o no de que era un sacerdote, le dijo: — Soy sacerdote. Y luego, dirigiéndose a ambos, a Juan y a Juan Manuel: — Estamos en momentos difíciles, si queréis, haced un acto de contrición y yo os doy la absolución.

Recibió Juan Manuel la absolución. Instante que dominó todos sus recuerdos de aquella época: — «No he podido olvidar mi encuentro con don Josemaría —confiesa—, ya que todos pensamos que eran los últimos momentos de nuestra vida [...]. Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo».

Apenas recibida la absolución, preguntaba Juan al Padre:
—Y si nos cogen, ¿qué ocurrirá?
—Pues, hijo mío, que nos vamos derechos al Cielo.

(Aquí, en sus memorias, hace Juan una importante digresión sobre la imprecisa cualidad de su miedo, aclarando que no era, específicamente, el temor a ser fusilado, sino que experimentaba una sensación incierta, que no le robaba la paz. «Con el Padre allí estaba seguro de que no había nada que temer, y para contribuir al ambiente de seguridad —nos explica— a las tres de la tarde me dormí un rato»).

Mientras, entregado a tan altruistas propósitos, dormía a pierna suelta, los milicianos registraban concienzudamente la casa: de arriba abajo y de abajo a arriba. Tan a fondo, que no tuvieron tiempo de llegar a las últimas buhardillas. Hacia las nueve de la noche cesaron, por fin, los ruidos. Cautelosamente bajaron los tres por la escalera y llamaron a la puerta de servicio del cuarto piso, izquierda, casa de los condes de Leyva. Les abrieron. Venían sudorosos, sedientos y tiznados de polvo y carbonilla. Pidieron un vaso de agua. Allí les contaron que Manolo había vuelto a casa en pleno registro y se lo habían llevado detenido, cerrando el piso con llave.

Les ofrecieron unas camisas del conde, que estaba en la cárcel, mientras les lavaban las suyas. Generosamente les invitaron a quedarse en el piso, pues era de esperar que por un tiempo no hubiera nuevos registros. Se equivocaron. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, ya estaban de nuevo los milicianos sobre la pista, continuando meticulosamente el suspendido registro de la víspera. Entraron en el piso de al lado, el cuarto derecha, y en el de abajo. «A ratos —cuenta Mercedes, hija del conde de Leyva— pasábamos un miedo horroroso, pero el Padre —de todas formas— conservaba el buen humor, haciéndonos reír muchísimo, aunque pensaba mucho en los suyos». En una de esas ocasiones de peligro la condesa propuso rezar el Rosario. Rápidamente intervino el Padre: Lo llevaré yo, que soy sacerdote. En vista de la persistencia en los registros de aquella zona, se vieron obligados a cambiar de refugio.

Del Libro El Fundador del Opus Dei, tomo II, Madrid, 1999, cap. IX, 2

No hay comentarios: